La debilidad de los corazones azarosos se constata en los amores escritos. Todavía recordaba con ternura la primera vez que se vio reflejado en la plata. Corrían otros tiempos y entendía la gloria como un aperitivo robado de la grandilocuencia de la vida y no como el inaccesible placer ciego que resultó ser. Él tampoco era el mismo por entonces, aunque eso no diga mucho por qué nunca en su vida había dejado de ser otro. Le llamó la atención la simpleza con la que la plata destacaba. Miró a su alrededor, pero no había ningún foco, sino que era ella la que brillaba con luz propia. Su presencia era tan real, tan tangible, que casi daba miedo. Cuando reparó en que media Europa se peleaba por la plata, conjuró planes ambiciosos, confeccionó plantillas de ensueño y vació todos sus bolsillos con el fin último de poseerla, pero se quedó a las puertas de la gloria. Era 1974 y el Atlético de Madrid pudo ver por primera vez su figura reflejada en el brillante esplendor de la plata. El morbo curioso que sacudió sus huesos al verse por primera vez, mondo, con una expresión desértica, se vio pronto abrumado por una trágica conclusión irrevocable: necesitaba el brillo de la plata para poder distinguirse, para poder entenderse. Fue entonces cuando comprendió el valor de los metales.

Jamás la entendió como un trofeo de conquista, si no como el foco para alumbrar la penumbra del hogar. El aliento de su conversación triste empañaba su lucidez, por lo que se decidió a bordarle cartas de amor usando el rojiblanco de su escudo como hilos. Fueron tiempos de pasión desaforada, de conquistas nacionales y de jugadores espléndidos. Disfrutaba bordando las cartas en cada intento por conquistarla, en las que exploraba los vericuetos de sus ambiciones. Sin embargo, no discurría en que con la derrota de cada misiva se iba un poco de su mundo. A su juicio, el universo era flamante, lleno de agujeros y fenómenos inexplicables, pero de alguna manera lo entendía también como un vetusto hogar en el que nada nacía del capricho del azar y en el que la gloria era el objetivo último y más honorable. Era su realidad de equipo grande, lo que lo desconcertaba y formar parte de la misma conllevaba para él una responsabilidad que le obligaba a entenderla. Ese objetivo encendía en su corazón una chispa de curiosidad que saciaba con las cartas a la plata.

Con esos coloquios consigo mismo llegó a la conclusión de que el viento proviene de un lejano gigante que para matar el tiempo hace pedorretas con el sobaco, que solo existimos para que Dios tenga algún sentido y que el alma se nos escapa de la nariz cuando respiramos antes de chutar un penalti decisivo. Que fuera de toda duda el césped no es del mismo color para nadie, que el fútbol surgió de una naranja, las mentiras del anhelo consciente de la realidad por ser más bella o que el deseo no es más que un antojo de la esperanza que nos hace comprender que estamos vivos. Que la alegría viene de los botines y no del corazón, y que sin la tristeza de la derrota no se podría disfrutar de la felicidad del triunfo, como tampoco se puede apreciar el sol hasta que no hay nubes; y que por esa regla de tres, el amor no es más que un accidente meteorológico.

Todas esas cartas extravagantes, rebosantes de amor ingenuo, que es único válido, acabaron hechas un manojo, arrugadas y deshilachadas, guardadas en la intransigente papelera del olvido. La culpa fue de las inclemencias de la derrota que año tras año erosionaba la ilusión colchonera de levantar la plata. Esas misivas nunca tuvieron remitente porque, al igual que su equipo, la plata también evolucionaba, transgredía, cambiaba. Ella nunca fue la misma en la que se vio reflejado por primera vez, pero jamás dejó de otorgarle el placer de verse en ella. Esa es la razón por la que el Atlético de Madrid nunca se deshizo del maltratado hueco que su corazón guarda para los metales.

Cuando le preguntan a los aficionados, responden sin reparo y con orgullo sincero que valió la pena, cada palabra que bordaron con su escudo en las cartas, cada lágrima con las que las firmaron y, por supuesto, cada grieta que les propinó este réquiem con el que las entierran. Sin embargo, habrá que dejar el tañido de las campanas de los finales tristes para otro momento. El Cholo Simeone le ganó la partida a la consentida muerte con su as bajo la manga: el argentino le enseñó al mundo que la plata tiene complejo de marea, por mucho que se les escape de las cicatrices abiertas, ella no muere, siempre vuelve.

En efecto, no tardó en reaparecer. En 2014 el Atlético llegó a una nueva final de Champions, pero esta vez el reflejo de su imagen no le causó impresión. Se vio más viejo, menos inexperto, aunque con nuevos horizontes inexplorados. Comprobó sin el desdén que acompaña a la madurez que no se vació sin el hilo de su escudo, sino que se depuró. Se dio cuenta de que no la deseaba, sino que la esperaba, que jamás podrá quererla más, pero que nunca antes la había querido mejor.

Es por eso que ahora el Atlético del Cholo atesora de nuevo la ilusión de un papel en blanco en el que escribir, de un hilito de escudo del que tirar. En el tintero del azar queda el sueño sempiterno de la conquista de la plata, que acompaña a la esperanza de los colchoneros de escribir de una vez por todas y para siempre jamás una carta de amor que no acabe arrugada.

Por telee04

Aspirante a comentarista. Fútbol champagne por bandera. "Non ridere, non lugere neque detestari, sed intelligere" Instagram: telee_04 Twitter: @_ErTele_