No existe un otoño más tenue que el de una ciudad que vive en primavera. París, la ciudad del amor. La cuna de los sueños se confunde con el cementerio de las estrellas y hacen de la urbe una metáfora de sí misma, una broma incendiaria que se apaga al ahogarse en las diáfanas corrientes del Sena.
Milan Kundera, célebre escritor checo, se preguntaba acerca de la sustancia de su Praga rota, de su metafísica. Dos ideas contrapuestas entraban en conflicto: El peso de su ciudad milenaria se estremecía ante la levedad de la impotencia por la ocupación de la metrópolis entre guerras ajenas. La confrontación de estas dos ideas (peso y levedad) produjo en él una herida metafísica por la que sangró un libro. París es otra ciudad que carece de armadura para el destino impuesto por su propia metafísica.
El peso de su entidad futbolística se asienta sobre las bases robustas de un capital de origen incierto, pero delatado por la suciedad que deja la ausencia de escrúpulos. Le sigue la fehaciente jerarquía de ser la capital de sí misma, del país de la revolución y los dueños y señores de su fútbol. Adornan sus prendas con los colores de la bandera y su escudo luce el emblema nacional con orgullo. El peso de su institución, dinero, bandera y vanidad son la estructura sobre la que sujetan la altivez de su naturaleza; aludiendo a su glorioso presente inventado, construido y afianzado por sueños orientales.
Por otro lado, quedan las celebraciones de títulos prestados, despojadas de los héroes proscritos que las enaltecieron con gloria fingida. Sus vitrinas bostezan, atestadas del pan de oro de cada día y las estrellas compradas de otras galaxias se impactan brutalmente contra el suelo de su realidad. Esa es la levedad de su ser. La levedad de ser una pluma arrastrada por el viento en Europa actúa como el verdugo de una conciencia podrida. En París se pasa del fingido goce sobre sus súbditos nacionales a arrodillarse antes las grandes escuadras de Europa en cuestión de días. Resquebrajarse en el abril de las grandes citas continentales se ha convertido en la razón de más peso para la explicar la levedad de su ser.
Bajo los puentes del Sena llora el equipo que perdió el norte. Sin ser siquiera dueños de su honor, los parisinos se deben conformar con las mieles de la desnutrida liga francesa mientras soportan sobre sus hombros la carga de los célebres nombres deprimidos. Todos encerrados en cárceles de oro por dueños ajenos. El inicio de temporada para el Paris Saint-Germain no ha sido bueno, dos empates y una derrota en cinco partidos sonrojan el todavía inmaduro proyecto de Luis Enrique, pero no reside ahí el problema. París se muere en su metafísica, perder no duele si no es en Europa y ganar no glorifica si es en casa. Sin embargo, la gloria de Europa solo llega en primavera, estación predilecta para los campeones del viejo continente. Es ahí cuando entran en contacto los dos hemisferios que nunca se debieron tocar: la grandeza desaliñada de la liga doméstica con la inalcanzable alcurnia europea. La levedad contra el peso.
Mientras en París se adormecen en la espera de su primavera perpetua, el equipo pasa de puntillas con derrotas en una liga que tienen ganada desde el pistoletazo de salida. Es en este tenue otoño donde la ciudad del amor se desangra en su contradicción, sobre la insoportable levedad de perder.