Durante el fin de semana los balones se metieron por las ventanas del despacho, destrozaron los muebles de madera de tilo de Noruega y, tras 23 rebotes en todas las esquinas de la minúscula habitación, arrancaron de cuajo las lábiles hojas de la libreta de color de menta con los pormenores del escrutinio de la delicadeza del tacto de balón con cada pierna de cada uno de los jugadores, la vi caramboleando en el fugaz zigzag premonitorio de la masacre táctica y entre maldiciones tácitas a los dioses olvidados de los hebreos y los odio a muerte a esos malditos roedores entraron los jugadores al estrecho cuartillo de la pelota ingobernable a excusar con explicaciones atropelladas la parranda ciclónica del balón extraviado que, a su paso, se había llevado los recuentos de los partidos inéditos que había recreado en mi cabeza, las lavativas de camomila para los súbitos calambres de las articulaciones consternadas, la radio de música candombe traída de las taquillas de los estadios de Paramaribo, las escolopendras de papiroflexia para ahuyentar los fueras de juego, y que había, a fin de cuentas, dejado el despacho como después de haber pasado un huracán, pero que le vamos a hacer, entrenador, si el puntapié lo ha dado Kevin Schade, el bisoño patilargo que con el desparpajo de querer apuntar a lo que juró que era un turul y resultó ser una paloma naranja le metió el balón por la ventana y le lio la francachela del dos de mayo, pero le juro entrenador que es buen chico, si tan solo no hablase ese endiablado idioma de los tiempos de la guerra y no se traspusiera ante la zozobra de la defensa por sacar el balón jugado sería un ángel, se lo juro mi entrenador, un ángel de los que ya solo quedan en las potreras de los cuadriláteros de los descomunales estadios de nuestro fútbol sin gloria y me resultó raro tener delante de mí a uno de esos elegidos por los tacaños designios de Jehová lleno de barro hasta el cuello y con bosta hasta las rodillas, pero qué vaina, que sí que se quede, aunque cuele los balones por los ventanucos, aunque se aburra de correr maravillado por el perfil atónito del vuelo de las mariposas de marfil, aunque tenga los pies planos y se desafine los botines de charol en carreras infructuosas para luego andar con la lengua fuera en el minuto setenta, porque el entrenador era de la firme opinión de que igual que las personas no estamos hechas para vivir toda la vida los partidos no están hechos para durar noventa minutos, así que sí, que se quede, que no puede haber un central mejor para este Friburgo, que con este llegamos a Champions sin despeinarnos la raya del medio y lo dijo con la solmene decisión del poder autoritario de la sinceridad sin agravios ni las medias tintas de los perniciosos bullangueros que asolan la gracia de nuestro fútbol, de forma que todos callaron al unísono del inenarrable sentimiento de hay que ver entrenador de mi vida, de mi corazón y de mis entrañas que bueno que es usted, que lleva 11 años en el club sin haber faltado ni un solo día a la verdad ni al irrefrenable sentido del trabajo, que sin duda, a falta de usted, a este club se lo llevaría el carajo.
Durante el fin de semana los gallinazos se metieron por los balcones de la casa presidencial, destrozaron a picotazos las mallas de alambre de las ventanas y removieron con sus alas el tiempo estancado en el interior, y en la madrugada del lunes la ciudad despertó de su letargo de siglos con una tibia y tierna brisa de muerto grande y de podrida grandeza.
El otoño del patriarca- Gabriel García Márquez