Hay quien dice que los años nos ablandan, que nos vuelven cada vez más mansos y apaciguados. Pues bien, el pasado viernes, 24 de marzo, el creador de la legendaria banda Pink Floyd, Roger Waters, se ocupó de desmentirlo. El Wizink Center de Madrid fue la sede escogida para dos noches de espectáculo audiovisual insólito, como parte del primer tour de despedida del artista (así lo ha bautizado): This is Not a Drill (esto no es un simulacro).

Los que tuvimos el privilegio de verle en directo asistimos a un show 360º en todos los sentidos. El concierto se desplegó en todas las direcciones, en tierra y en aire, en lo auditivo y en lo visual. Waters exprimió al máximo todos los recursos a su alcance para dar lo mejor de sí mismo al entregado público que le ha llevado a “colgar” el cartel de SOLD OUT en sus tres actuaciones en España este año.

Un aspecto llamativo sobre esta gira es la puesta en escena. El escenario es una plataforma elevada a dos niveles, con forma cuadrada, y colocada en el centro de la pista. De este cuadrado sobresalían pasarelas a cada lado, garantizando la plena movilidad de todos los músicos a lo largo y ancho del espacio, así como la completa visibilidad independientemente de dónde estuvieses situado en el público. Además, colgando encima del escenario, había unos enormes bloques en forma de cruz – unas inmensas pantallas que servían para complementar, a través de numerosos y variados montajes visuales, lo que representaban las letras de Waters y de Pink Floyd.

Lo cierto es que las pantallas fueron una pieza fundamental del show. Roger Waters nos había invitado a ese lugar porque tenía algo que transmitir, historias que contar, mensajes que recalcar. Francamente, el artista siempre ha sido un hombre con mucho que decir, y que, además, ha sabido cómo hacerlo a través de su música, llegando a los corazones de la gente, invitándoles a la reflexión.

El concierto estuvo marcado por muchos mensajes de carácter político, siguiendo la misma línea que Pink Floyd en su día. De hecho, antes de que saliese a escena, hizo dos peticiones: la primera, que apagásemos los móviles; la segunda, que si alguien estaba allí porque le gustaba la música de Pink Floyd, pero no las ideas de Roger Waters, que era momento de que se fuese al bar.

Durante las casi tres horas del concierto, el artista se pronunció sobre todos los temas que pudo. Mientras él tocaba, las pantallas se encargaban de contar otra historia distinta. A través de ellas, arremetió contra las grandes esferas del poder, las injusticias sociales, contra algunos expresidentes estadounidenses por su actuación en conflictos internacionales, y contra el racismo sistemático que llevan a cabo buena parte de sus cuerpos de seguridad, y que ha costado la vida de muchos miembros de la comunidad afroamericana. Su forma de denunciar estas problemáticas, ante todo, es directa, cruda, incómoda, con unos montajes audiovisuales que dejaban los pelos de punta.

Más adelante, el mensaje adquirió un tono más esperanzador. Waters continuó su concierto rompiendo una lanza a favor del pueblo palestino, de las personas indígenas y racializadas, de las personas trans, de la liberación de Julian Assange, de los derechos reproductivos, de la abolición del patriarcado y, en resumen, de los derechos humanos.

Roger Waters es un hombre que sabe a lo que va, y que no deja a nadie indiferente. Decidió comenzar el show con Comfortably Numb, mientras que las pantallas dejaban ver animaciones de una ciudad con una apariencia postapocalíptica por la que deambulan siluetas negras sin rostro y sin rumbo.

El paisaje distópico dio un vuelco y se transformó en un festival de luces y de color al comenzar Another Brick in The Wall Pt.2 y Pt.3, que mostraba mensajes como “Make Love, not War”, y a un imponente Roger Waters, con una energía y una vitalidad que tuvo al público al borde de su asiento. Waters, a sus 79 años, estuvo las 3 horas del concierto moviéndose de aquí para allá, alternando entre la guitarra, el bajo, el piano, y lo que pillara; disfrutando como un niño y asegurándose de que todos disfrutásemos con él.

Roger Waters cantando Another Brick in The Wall. Fuente: elaboración propia

Pese a que tocó temas propios como Déjà vu o The Powers That Be, el repertorio del concierto estuvo conformado, en su mayoría, por canciones del grupo al cual le debe su carrera. Muchos de los temas estuvieron acompañados de homenajes a Pink Floyd, a sus miembros, a su trayectoria… Mientras abajo tocaban Wish You Were Here, arriba se iba escribiendo la historia del inicio de la banda sobre un fondo negro.

Al ritmo de Have a Cigar – sucesiones de vídeos de los componentes de Pink Floyd en sus ensayos, sus primeras portadas de periódico, etc. A su vez, cabe recalcar la presencia de otros elementos simbólicos del grupo, como Algie, el cerdito flotante, que fue liberado por el aire tras el intermedio y que ha sido un componente icónico en muchos conciertos de Pink Floyd desde la publicación de Animals.

Dentro de esta línea más sentimental y emotiva, decidió compartir con el público su nuevo tema, The Bar, compuesto durante la pandemia. Habló de ese bar como un lugar que se halla en su cabeza, tan real como imaginario, al que se puede ir a tomar algo, a quedar con amigos, o incluso a pasar el rato con desconocidos. Para Waters, el bar es un sitio al que podemos ir sabiendo que seremos bienvenidos, que podremos hablar con libertad, y donde cuidarán de nosotros.

Hizo gran hincapié en ese sentimiento comunitario, y reiteró hasta el final de la noche en que esa enorme sala en la que estábamos todos reunidos con él era nuestro “bar”, y que ahí podíamos sentirnos seguros. Así es como el músico se aseguró, pese a la presencia de tanta tecnología y tantos estímulos simultáneos para nuestros sentidos, de que el espacio se sintiese como algo muy íntimo, como si nos estuviésemos quedando con una parte de él a la que no iba a tener acceso nadie más.

Waters, por supuesto, no iba solo. Le acompañaba un gran equipo de profesionales, repartidos entre las voces y los instrumentos. Merece la pena destacar el trabajo de Seamus Blake, que se comió la escena con su saxofón e hizo que la experiencia fuese aún más mágica.

Poco antes de poner fin al concierto, el artista aprovechó para realizar un pequeño homenaje a un álbum que ese mismo día cumplía 50 años, The Dark Side of the Moon. Waters hizo mano de la guitarra y deleitó a los asistentes con Eclipse y posteriormente con Brain Damage, ambas pertenecientes al disco, mientras que, por encima, las pantallas mostraban progresivamente cómo se iban uniendo las líneas de colores que conforman el famoso prisma que sirvió de portada para el álbum, pero que ha sido el símbolo más reconocible de Pink Floyd desde entonces.

Y si bien es cierto que no se despidió con esta última, sí que se sintió entre el público como un adiós, quién sabe si por ahora, quién sabe si para siempre. Lo único que podemos decir sin lugar a duda es que las emociones estaban a flor de piel cuando Roger Waters, de pie en ese escenario, contempló a la multitud que había acudido al bar a verle, y terminó el estribillo con un emotivo:

“I’ll see you on the dark side of the moon”

Roger Waters despidiéndose del Wizink Center. Fuente: elaboración propia.